Viernes Santo, abril 10 de 2020.
Han transcurrido diez y nueve días desde que el gobierno
federal decretó la cuarentena oficial por la pandemia del Coronavirus. Para mí,
ya suman poco más de veinticinco días de permanecer encerrado, solo con mi
perro, en el departamento.
Limité mis salidas para resurtir los víveres de la dieta que establecí
como base, porque la pandemia también causará estragos en la economía de todos
aquellos quienes, como yo, sentíamos relativa seguridad respecto a recibir el ingreso
fijo de un salario, aun y cuando estuviésemos trabajando desde casa.
Este también es el primer día en el que ha prevalecido el más
absoluto silencio no solamente en mi departamento, sino en todo el edificio; incluso
más allá, en las calles y cuadras aledañas.
Hoy también, por primera vez durante todo este tiempo, me quebré…
El silencio me pareció tan insondable y terriblemente
infinito que terminó haciendo mella en mi ánimo y me ganó la idea obtusa de
estar viviendo una ‘gran tragedia’. Era una crisis de ansiedad y miedo a la
incertidumbre; más ego tratando de protegerse que un sentimiento genuino de
desolación.
Recordé que hace doce años, por estas mismas fechas, estaba sintiéndome
de la misma manera, pero encerrado en un centro de rehabilitación para
adicciones, donde permanecí cuatro meses recluido.
Aquella vez, el motivo de mi desazón era el hecho de que no
podría asistir al concierto gratuito que Bob Dylan daría en la Plaza de Armas
de Zacatecas. Ese día también lloré bastante.
Habían transcurrido ya más de tres meses de encierro —ahí sí,
imposibilitado para salir— y aún no me quedaba claro el verdadero significado
de la frase que repetían los Padrinos hasta el cansancio: «Hay batallas que solo
se ganan con la derrota».
La curiosidad me llevó a buscar la libreta de apuntes, tipo diario,
en la que llevé el registro puntual de aquel encierro. Para mi asombro, y coincidentemente,
a mediados de abril de 2008, escribí ahí lo siguiente:
«La Derrota es el hecho de admitir, sin oponer resistencia,
que mi voluntad y mis sentidos, por más esfuerzos que haga, resultan inútiles
ante cualquier hecho o situación de mi vida (o ajena a esta) que se presentan
aquí y ahora.»
Aun más:
«La Aceptación es el acto final que se da después de un
proceso de lucha en el que, conscientemente, asumo una postura de equilibrio
frente a las circunstancias sin que ganen los juicios de valor ni el ímpetu de
mis emociones.»
Y para rematar:
«Entiendo el Duelo como un proceso mediante el cual, el dolor
sirve como catalizador para mis emociones, con el fin de que poco a poco se
convierta en un proceso renovador, después de haber confrontado mi conciencia y
mi memoria a la verdadera dimensión de lo que yo creo que es una gran tragedia.»
Sobra decir el desbarajuste que esto hizo en mi cabeza. No
obstante, al seguir pasando las páginas, encontré algo en lo que jamás había
reparado y que puso fin a todas mis tribulaciones.
Se trata de un dibujo hecho por mi hija menor, en el que ella
expresaba con la ternura de sus siete años en este mundo y con un par de frases
la razón que era entonces (y sigue siendo ahora) mi motivo y fortaleza para
sobrellevar el encierro: el cariño y la cercanía quienes amo y quiero de
quienes me aman y me quieren.
Estos son tiempos raros y difíciles. Lo sabemos. Nadie,
absolutamente nadie estaba preparado para la situación por la que estamos
pasando, incluyendo quienes hemos decidido y tenemos la posibilidad de
quedarnos en casa para no contagiar ni contagiarnos del COVID-19.
Por lo mismo, todos, sin excepción, tenemos derecho a sentir
el vacío, la tristeza, el dolor, la desazón que representan los días malos. En
eso consiste, precisamente, la derrota.
Pero también habrá días buenos, que nos servirán para aceptar
que no somos los únicos que nos sentimos así y entender que allá afuera hay
mucha gente que carece de lo mínimo indispensable o de un refugio para
sobrellevar la cuarentena.
Todos queremos salir vivos y lo menos afectados posible de
esta pandemia, porque queremos volver no a la normalidad de antes, sino a
otra mucho mejor, una normalidad que sea resultado de nuestro aprendizaje a
tendernos lazos de solidaridad los unos a los otros.
Porque durante el encierro —te lo digo por experiencia
propia— se vuelve vital saber que afuera sigue habiendo un mundo repleto de
personas que resisten la adversidad.
Porque en el encierro —por absurdo que esto suene— se vuelve
esencial la cercanía de los demás y resulta indispensable que existan oídos que
escuchen, bocas que hablen, manos que ayuden, voluntades dispuestas a dar y
recibir, porque a final de cuentas la soledad o el ánimo que hoy vives es la
soledad y el ánimo de todos juntos.
Yo, por lo pronto, me llevo tu atención y tu tiempo. A
cambio, te dejo el dibujo de mi hija. Estoy seguro que si no es hoy, llegará el
momento preciso en que te dará la fortaleza que requieras para sobreponerte a un
día difícil.